Nuevo monumento a la batalla de Little Bighorn |
El Séptimo de caballería forma parte de nuestro inconsciente colectivo. Pero,
¿cuánto hay de leyenda y cuánto de verdad en este mito del lejano oeste?
¿Cuánto hay de personaje y cuánto de persona en su excéntrico comandante, el
general Custer?
Custer, la masacre del Séptimo de
caballería, de Evan S. Connell, aparte de constituir un trabajo histórico serio
y bien documentado, está narrado con la pericia de una buena novela de
aventuras. Es además un fresco detallado de ese periodo breve, pero cuajado de
mitos y sugerencias, que es la conquista del salvaje oeste. Tramperos, tribus
indias, asaltos a caravanas de colonos, aventureros...
Gracias a las películas americanas
el Séptimo de caballería forma parte de nuestro inconsciente colectivo. Si
cierras los ojos puedes verlos llegar al galope con el corneta al frente, uniforme
azul y raya del pantalón amarilla, polvo, sudor y hierro. Llegan siempre en el
último instante, para salvación de colonos y espanto de todos los indios del
universo mundo. Esta imagen se la debemos al director John Ford, a quien los
Estados Unidos, un conglomerado de regiones dispares realmente necesitadas de
sentimiento patriótico para mantener su unidad, pagó para que glorificara a la
nación a través de su ejército de caballería en una serie de películas. Y sin
embargo, el Séptimo fue exterminado hasta el último hombre.
El exterminio de doscientos
hombres a manos de una alianza de tribus indígenas en un páramo polvoriento es
un episodio de indudable carga dramática. Pero palidece en comparación con
otras gestas militares y otros exterminios. En la historia de la humanidad hay
batallas más significativas, ejércitos más heroicos, masacres aún más
exhaustivas que no figuran en nuestro paisaje cultural. Nosotros, los que no
somos estadounidenses, sabemos que es un asunto fílmico. Pero los
norteamericanos también se preguntan por qué este hecho, y no otros más
significativos, como las batallas de la guerra de secesión, ha calado hasta tal
punto en el imaginario popular. No hay respuesta. Quizá se lo debamos a la
figura que sobresale en esta narración colectiva: el general Custer, un tipo
con una personalidad compleja y arrolladora, entre lo romántico y lo ridículo.
Las primeras películas acerca del
asunto (porque este es un asunto, ante todo, peliculero), especialmente
Murieron con las botas puestas, nos muestran a un Custer heroico; un simpático
y gallardo defensor de la civilización de rizos rubios frente a la barbarie de
los indígenas. La civilización, encarnada en el séptimo de caballería, aglutina
una serie de virtudes rotundas que se contraponen de forma exacta a la barbarie
india. Los hombres del séptimo son valientes, generosos, justos y gallardos.
Los indios son cobardes, mezquinos, sanguinarios y ridículos. En los años 70,
en películas como Pequeño Gran Hombre, los papeles se invierten de forma completa.
Los indios son valientes, generosos, justos y gallardos y Custer es un tipo
cobarde, mezquino, sanguinario... y ridículo.
Pero como la historia trata de
encontrar la verdad y es algo más que el reflejo de la ideología imperante en
el momento, debemos abandonar esta visión en blanco y negro para introducir los
grises. Podemos explicarlo de forma sencilla: en ambos bandos se combinaban por
igual virtudes y defectos. Tanto los indios como los soldados norteamericanos
son a veces piadosos y a veces sanguinarios, a veces gallardos y a veces
ridículos, a veces generosos y a veces mezquinos. En el interior de cada hombre
y en el interior de cada facción se aglutinaban todas las virtudes y defectos
que suelen achacarse al enemigo.
Hasta donde podemos saber, el
protagonista de esta historia es, efectivamente, el general Custer. Desde que
su padre, de ascendencia alemana, lo hacía desfilar cuando era pequeño con un
uniforme estrambótico y un fusil de juguete, quedó claro cuál iba a ser su
destino. Al parecer, Custer tenía una memoria ejemplar, pero carecía de
inteligencia. Era un hombre de acción. Ante los movimientos del enemigo
recordaba inmediatamente todo lo aprendido en West Point (básicamente, acerca
de las tácticas napoleónicas) y buscaba en lo aprendido la respuesta más
adecuada al momento. Pero cuando se enfrentaba a algo acerca de lo cual no le
habían enseñado, era incapaz de idear nuevas soluciones. Sencillamente, se
lanzaba a la carga frontal. Era una reacción eficaz cuando la táctica quedaba a
cargo de sus superiores, que encontraban en él a un hombre impasible ante las
balas que avanzaba contra cualquier fuerza que se opusiera en su camino, aunque
perdiera a la mitad de sus efectivos. En cualquiera de aquellas cargas alocadas
podría haber muerto, pero tenía otro defecto: era un tipo con suerte. Y a golpe
de temeridad fue subiendo en el escalafón.
Tras la guerra de secesión le
dieron el mando de varias misiones de pacificación en la frontera. Conocía bien
a los indios. No formaban ejércitos ni atendían a un mando único ni elaboraban
complejas estrategias. Un jefe indio es sólo el primero entre sus iguales, y
los guerreros no atienden necesariamente a sus órdenes. Cada guerrero es libre
de luchar o de quedarse en casa. De este modo, Custer podía seguir empleando su
sistema de ataque frontal y arrasar poblados sin problema, sobretodo cuando el
enemigo era muy inferior en armamento y número.
Los indios ya habían sido
arrinconados cuando se descubrió oro en el territorio al que habían sido
confinados, las Montañas Negras. El verdadero deseo del gobierno estadounidense
había sido respetar los acuerdos firmados con las tribus, pero, cuando
empezaron a llegar pioneros a la llamada del oro, los indios reaccionaron
arrancándoles la cabellera. El gobierno, consciente de que no podría retener a
la muchedumbre de pioneros, se vio forzado a protegerlos. Envió contra las
tribus indias un ejército formado por infantería, artillería y varias unidades
de caballería, entre ellas el séptimo. El general al mando indicó a Custer de
forma clara que avanzara hasta una determinada posición con su Séptimo y
esperara allí hasta que llegara el resto del ejército. En ningún caso debía
atacar solo. Pero Custer había decidido llevar a cabo una última hazaña militar
que le abriera el camino de una carrera política. De modo que su intención fue
desde el principio desoír las órdenes, avanzar en solitario, confiar en su
suerte y exterminar por sí mismo a todos los salvajes.
Al llegar al Little Bighorn, los
exploradores Crows le informaron de que había una concentración inmensa de
Cheyennes y Sioux y que si seguían adelante perecerían todos. Custer echó mano
de sus conocimientos adquiridos en West Point acerca de las guerras
napoleónicas, y como sus conocimientos resultaban inútiles para aquella
ocasión, se decidió por confiar en su suerte y en la carga frontal, pensando
que las huestes enemigas se abrirían a su paso como el mar ante Moisés. Ante
esta muestra de estupidez, los exploradores Crows pusieron pies en polvorosa.
Custer dividió a su unidad en dos para llevar a cabo una maniobra envolvente y se lanzó a la carga con su flamante séptimo, un conjunto de desgraciados y aventureros que solían alistarse en verano para desertar con las primeras nieves, que en su mayoría ni siquiera llevaban el uniforme azul y cuyos fusiles de serie se encasquillaban con aterradora frecuencia.
En ese momento, mientras galopaban
con el corneta al frente, con esa náusea en el estómago de quien se arroja al
vacío, entre tres mil y quince mil indios (los números no están claros, pero en
cualquier caso componían una masa arrolladora) salieron de sus tiendas y
corrieron al encuentro de esos doscientos soldados, que no sabían quiénes eran
ni de dónde habían salido, pero que estaba claro que pretendían arrasar su poblado.
Y poco más sabemos, porque murieron todos. La unidad desgajada no llegó a practicar la maniobra envolvente porque, ante la masa de enemigos, se replegó como pudo a una colina, donde resistieron con un gran número de heridos mientras se preguntaban dónde estaba Custer y por qué no acudía en su ayuda.
Little Bighorn fue un espegismo para la causa india. Tras su derrota, el ejercito de EEUU extermino las manadas de bufalos, matando a los nativos de hambre. |
¿Qué sucedió exactamente en los
veinte minutos que duró la masacre? no lo sabemos, porque el único
superviviente fue un caballo llamado Comanche. Evidentemente, sí hubo
supervivientes, los indios. Pero los historiadores no lograron extraerles un
relato coherente. La percepción india y la occidental son, sencillamente,
distintas. Por la posición de los cuerpos se deduce que no hubo por parte del
séptimo una resistencia organizada. Y en cuanto a los indios, es absurdo
preguntarles acerca de tácticas. Para un indio todo combate es prácticamente un
combate individual y lo único que pudo sonsacárseles es que se arrojaron sobre
los soldados como una manada de bisontes y los aniquilaron. Una turbamulta
confusa bajo el polvo y el humo de la pólvora, flechas cayendo desde todas
partes, balas perdidas que taladraban amigos y enemigos, luchas cuerpo a
cuerpo. Alaridos, rabia, terror, sangre. A los heridos los remataron,
cercenaron sus cabelleras, mutilaron los cadáveres y esparcieron sus restos.
¿Cómo murió Custer? la versión más
fiable es que recibió un disparo mortal en un costado, y posteriormente se
aseguraron de que realmente estaba muerto con un tiro en la cabeza. Y allí se
quedó su cuerpo, porque llevaba el pelo corto, y, debido a las mutilaciones,
era casi imposible distinguir a uno de otro. Seguramente alguno de los soldados
a los que había conducido a aquella trampa para su propia gloria le habría
descerrajado un tiro con gusto, de no ser porque sabía que Custer acabaría
muerto en cualquier caso y que en ese momento era preferible preocuparse por el
propio pellejo. Para ser concretos, preocuparse por ese indio desnudo con la
cara pintada de rojo que corre hacia él con un hacha en la mano (en esta
batalla no usaron tomahawk, sino hachas de leñador que les había entregado el
gobierno estadounidense cuando trataron de convertirles en granjeros, modo de
vida que los indios despreciaban).
Los indios dijeron al principio
que los soldados se habían comportado como cobardes, rogando por su vida,
arrojando los fusiles debido al pánico, y algunos incluso fingieron estar
muertos (les dio igual, porque remataron a todos). Con posterioridad a estas
declaraciones, ya confinados en reservas, dijeron que los soldados se habían comportado
como valientes y murieron matando, seguramente para ganarse la buena voluntad
de los blancos.
Ya a principios del siglo XX, un
millonario norteamericano ofreció una recompensa a los indios a cambio de saber
quién mató a Custer. Los jefes pensaban que los blancos querían conocer al
culpable para asesinarlo, pero, como pasaban hambre en la reserva, decidieron
señalar a alguien a dedo para, con ese dinero, alimentar a los más pobres. Uno
de ellos se presentó voluntario, lo que dice mucho acerca de la generosidad y
el valor de los indios. Se sorprendió mucho cuando descubrió que sólo querían
fotografiarlo. Los hombres blancos están locos, pensó.
Los jefes sí mostraron unanimidad
de opiniones cuando afirmaron que, si en lugar de atacarles sin mediar palabra,
los blancos hubieran entablado conversaciones diplomáticas, habrían regresado
voluntariamente a sus reservas, porque ya resultaba evidente incluso para ellos
que su lucha estaba perdida de antemano. Podían aniquilar un ejército, pero a
ese ejército siempre le seguía otro. El número de blancos era inagotable.
Tras su hazaña, los indios,
asustados ante las posibles represalias de los blancos, se apresuraron a
levantar el campamento, renunciando a liquidar a la unidad que resistía en la
colina, y cruzaron la frontera de Canadá. Por allí vagaron, hasta que el hambre
los obligó a rendirse.
En cualquier caso, Custer
consiguió la gloria que buscaba, aunque le había costado la vida, lo que
probablemente no era su intención. La suya, y la de los doscientos soldados a
sus órdenes, cuyas vidas le importaban muy poco a Custer, al parecer. No
obstante, algunos estadounidenses le ven como a una especie de héroe o algo
semejante, y sostienen que ha sido injustamente tratado por la historia.
Si Custer hubiera nacido en una
tribu Sioux también habría sido reverenciado, porque tenían en alta estima la
figura del payaso, un tipo tocado por los dioses que todo lo hacía al revés, y
que cuando se lanzaba a la batalla disparaba flechas al aire o incluso contra
los de su propia tribu. Un gran sabio, el payaso, siempre que sea consciente de
serlo.
Por Evans S. Connell
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